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jueves, 8 de junio de 2017





Calor de agosto. August heat, William Fryer Harvey (1885-1937)



Penistone road, Clapham. 20 de agosto de 190… Acabo de experimentar el que, creo, ha sido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los hechos siguen frescos en mi memoria, deseo pasarlos al papel con tanta claridad como me sea posible. Déjenme decir antes que nada que mi nombre es James Clarence Withencroft. Tengo cuarenta años y una salud de hierro, pues nunca he pasado un solo día de mi vida enfermo. Soy artista por profesión, aunque no de mucho éxito, si bien gano suficiente dinero con mi trabajo en blanco y negro para satisfacer mis necesidades. Mi único pariente cercano, una hermana, falleció hace cinco años, de modo que soy independiente. Esta mañana tomé el desayuno a las nueve, y tras echarle un vistazo al periódico matutino encendí mi pipa y dejé vagar la mente con la esperanza de dar con algún tema para mi lápiz. A pesar de tener la puerta y las ventanas abiertas, la atmósfera de la habitación era opresivamente calurosa, y acababa de decidir que el lugar más fresco y cómodo de todo el vecindario sería la zona más honda de la piscina pública cuando llegó la idea. Empecé a dibujar. Me concentré en el trabajo con tanta intensidad que dejé intacto el almuerzo, y sólo me detuve cuando el reloj de San Judas marcó las cuatro. El resultado final, para tratarse de un boceto apresurado, era, estaba convencido, lo mejor que había hecho nunca. Mostraba a un criminal en el banquillo de los acusados inmediatamente después de que el juez hubiera dictado sentencia. Era un hombre gordo, inmensamente gordo. La carne colgaba exageradamente sobre su barbilla; se plegaba sobre su enorme y rechoncho cuello. Exhibía un afeitado apurado (más bien debería decir que un par de días antes había disfrutado de un afeitado apurado) y era casi completamente calvo. Se encontraba de pie en el banquillo, agarrando la barandilla con sus torpes dedos, mirando al frente. El sentimiento que sugería su expresión no era tanto de horror como de un completo y absoluto derrumbamiento. No parecía haber en aquel hombre nada lo suficientemente fuerte como para soportar aquella montaña de carne. Enrollé el dibujo y, en realidad ignorando por qué, lo guardé en mi bolsillo. Después, con esa sensación poco común de felicidad, con la seguridad que da el haber hecho algo bien, salí de casa. Creo que salí con la idea de visitar a Trenton, pues recuerdo haber recorrido Lytton Street y girar a la derecha por Gilchrist Road al pie de la colina, en la que un grupo de obreros trabajaba en la nueva línea del tranvía. A partir de entonces sólo tengo un vago recuerdo de a donde fui. Lo único de lo que era completamente consciente era del terrible calor, que ascendía de la capa de asfalto de la calle casi como una ola palpable. Deseé oír el trueno que parecían prometer los grandes bancos de nubes de color cobrizo que colgaban a baja altitud sobre el cielo occidental. Debía de haber caminado cinco o seis millas cuando un chiquillo me sacó de mi trance al preguntarme la hora. Faltaban veinte minutos para las siete.
En cuanto el chiquillo se marchó, busqué referencias que me ayudaran a orientarme. Descubrí que me hallaba frente a una puerta que conducía a un patio rodeado por una franja de tierra sedienta, en la que había varias flores, morados alhelíes y geranios escarlata. Sobre la entrada había una madera con la inscripción: CHS. ATKINSON TALLADOR TRABAJOS EN MÁRMOL INGLÉS E ITALIANO Desde el interior del patio llegaba un silbido alegre, el ruido producido por los golpes de un martillo, y el frío sonido del metal al chocar con la piedra. Un impulso repentino me hizo entrar. Había un hombre sentado, de espaldas a mí, trabajando en una losa de mármol curiosamente veteada. Se giró en cuanto oyó mis pasos y yo noté cómo los pies se me quedaban clavados en el suelo. Era el mismo hombre que había estado dibujando, aquel cuyo retrato llevaba en el bolsillo. Allí estaba, sentado, enorme y elefantíaco, con el sudor chorreándole por la calva, que se secó con un pañuelo rojo de seda. Pero aunque el rostro era el mismo, la expresión era completamente diferente. Me recibió con una sonrisa, como si fuéramos viejos amigos, y me estrechó la mano. Me disculpé por la intrusión. –Hace tanto calor y el sol brilla tanto ahí fuera –dije– que esto parece un oasis en mitad del desierto. –No sé yo qué decir sobre eso del oasis –respondió–, pero desde luego hace calor, tanto calor como en el infierno. ¡Siéntese, caballero! Señaló hacia uno de los extremos de la losa funeraria en la que estaba trabajando, y me senté. –Ha conseguido hacerse usted con una hermosa pieza de mármol –dije. Él negó con la cabeza. –En cierto modo sí lo es –respondió–, pues la superficie de esta cara está perfectamente pulida, pero, aunque imagino que usted nunca se daría cuenta, tiene una enorme tara en la parte trasera. Nunca podría hacer un trabajo realmente bueno con este mármol. Aguantaría bien durante un verano como éste, ya que no se vería afectado por el maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una buena helada para revelar los puntos débiles de una piedra. –¿Entonces, para qué es? –pregunté. El hombre se echó a reír. –No sé si me creerá si le digo que es para una exposición, pero así es. Los artistas hacen exposiciones: al igual que los verduleros y los carniceros; también nosotros tenemos las nuestras. Lo último en lápidas, ¿sabe? Empezó entonces a hablar de las diferentes clases de mármol, cuál soportaba mejor el viento y la lluvia, y con cuál era más fácil trabajar; de ahí pasó a su jardín y a una nueva clase de clavel que acababa de comprar. Más o menos cada dos minutos dejaba sus herramientas, se secaba la brillante calva y maldecía el calor. Yo hablé poco, pues me sentía incómodo. Había algo antinatural, misterioso, en mi encuentro con aquel hombre. Al principio intenté convencerme de que ya le había visto con anterioridad; que su rostro, desconocido para mí, había encontrado cobijo en algún rincón remoto de mi
memoria, pero supe que estaba practicando poco más que un plausible intento de autoengaño. El señor Atkinson finalizó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó profiriendo un suspiro de alivio. –¡Ya está! ¿Qué le parece? –dijo con un aire de orgullo evidente. La inscripción, que leí entonces por primera vez, era la siguiente: EN SAGRADA MEMORIA DE JAMES CLARENCE WITHENCROFT. NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860. FALLECIÓ REPENTINAMENTE EL 20 DE AGOSTO DE 190– «En la plenitud de la vida estamos en la muerte» Durante un rato permanecí sentado en silencio. Después, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Le pregunté de dónde había sacado aquel nombre. –Oh, no lo he sacado de ningún sitio –respondió el señor Atkinson–. Necesitaba un nombre y utilicé el primero que se me ocurrió. ¿Por qué desea saberlo? –Es una extraña coincidencia, pero resulta que es el mío. Dejó escapar un largo y grave silbido. –¿Y las fechas? –Sólo puedo responder por una de ellas, y es correcta. –¡Canastos! –dijo. Pero sabía menos que yo. Le conté lo de mi trabajo de aquella mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré. A medida que lo miraba, la expresión de su rostro se fue alterando más y más hasta convertirse en la del hombre que había dibujado. –¡Y pensar que justo anteayer –dijo– le dije a María que los fantasmas no existen! Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero supe a lo que se refería. –Probablemente haya oído usted mi nombre en algún sitio. –¡Y usted seguro que me ha visto en alguna parte y luego lo ha olvidado! ¿Estuvo usted el pasado julio en Clacton-on-Sea? Nunca había estado en Clacton en mi vida. Permanecimos en silencio durante un rato. Ambos estábamos contemplando lo mismo, las dos fechas grabadas en la losa, y una era auténtica. –Entre a cenar algo –dijo el señor Atkinson. Su esposa era una mujercita alegre, con las mejillas redondas y sonrosadas de los que se han criado en el campo. Su esposo me presentó como un amigo suyo artista. No resultó ser una idea muy afortunada, pues una vez retiradas de la mesa las sardinas y los berros, extrajo una Biblia ilustrada por Doré, y tuve que sentarme a expresar mi admiración durante casi media hora. Salí afuera y encontré a Atkinson sentado sobre la losa, fumando. Reiniciamos la conversación en el punto en que la habíamos dejado.
–Tendrá usted que perdonarme porque le pregunte esto –dije–, ¿pero conoce alguna razón por la que pudieran llevarle a juicio? Él negó con la cabeza. –No estoy en bancarrota, el negocio va lo suficientemente bien. Hace tres años les regalé unos pavos por Navidad a algunos de los guardas, pero eso es todo lo que se me ocurre. Y además eran pequeños –añadió como ocurrencia tardía. Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las plantas. –Con este tiempo tan caluroso hay que hacerlo al menos dos veces al día –dijo–, y aun así el calor a veces acaba con las más delicadas. ¡Y los helechos, Señor! No pueden ni aguantarlo. ¿Dónde vive usted? Le dije mi dirección. Volver a casa me supondría una hora de caminar a buen ritmo. –Así están las cosas –dijo–: abordemos el asunto claramente. Si vuelve a casa esta noche puede usted sufrir toda una serie de accidentes. Un coche podría atropellarle, y también están las típicas pieles de plátano o de naranja; eso por no hablar de las escaleras que se derrumban. Hablaba de lo improbable con una seriedad intensa que seis horas antes habría resultado risible. Pero yo no me reí. –Lo mejor que podemos hacer –continuó– es que se quede usted aquí hasta las doce. Subiremos arriba y fumaremos; puede que dentro se esté un poco más fresco. Ante mi propia sorpresa, acepté. Ahora estamos sentados en una habitación larga aunque no muy alta, bajo los aleros. Atkinson ha enviado a su mujer a la cama. Se mantiene ocupado afilando algunas de sus herramientas con una pequeña piedra oleosa mientras se fuma uno de mis puros. El aire está cargado con la amenaza de tormenta. Estoy escribiendo esto en una mesa inestable frente a la ventana abierta. Una de las patas está rota, y Atkinson, que parece un hombre hábil con las herramientas, va a arreglarla tan pronto como termine de darle filo a su cincel. Ya pasan de las once. En menos de una hora me habré marchado. Pero el calor es sofocante. Un hombre podría volverse loco con tanto calor.
W.F. Harvey (1885-1937

viernes, 11 de abril de 2014




El gato negro
[Cuento. Texto completo.]

Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

 
"The Black Cat"

viernes, 21 de octubre de 2011

El Mito de la Caverna


El Mito de la Caverna

Platón

-Después de eso -proseguí - compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de
educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de
caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños
con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar
sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor las cabeza. Más arriba y
más lejos se halla l luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros
hay un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del
público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.
-Me lo imagino.

- Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios
y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre
los que pasan unos hablan y otros callan.
-Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

-Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los
otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen
frente a sí?
-Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

-¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro del tabique?
-Indudablemente.

-Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos
que pasan y que ellos ven?
-Necesariamente.

-Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que
pasan del otro lado del tabique hablara, ¿ no piensas que
creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?

- ¡Por Zeus que sí !

- ¿ Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos
artificiales transportados?
- es de toda necesidad.

- Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué
pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a
levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y , al hacer todo esto,
sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había
visto antes. ¿ Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran
fruslerías y que ahora en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que
mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique
y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿ no piensas que se sentiría
en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que
las que se le muestran ahora?
- Mucho más verdaderas.

- Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿ no le dolerían los ojos y trataría de eludirla,
volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más
claras que las que se le muestran?
- Así es.

- Y si a la fuerza se lo arrastrara por por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de
llegar hasta la luz del sol, ¿ no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a
la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos
que ahora decimos que son los verdaderos ?
- Por cierto, al menos inmediatamente.

- Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría
con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos
reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de
noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más
facilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.
-Sin duda.

- Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que
le son extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.
-Necesariamente.

-Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los
años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos
habían visto.
- Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

- Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces
compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?
- Por cierto.

-Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel
que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el
que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel
de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso
y que envidiaría a los más estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y
poderosos entre aquéllos? ¿ O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y "preferiría ser
un labrador que fuera siervo de un hombre pobre" o soportar cualquier otra cosa, antes que volver
a su anterior modo de opinar y a aquella vida ?
- Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.
- Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿

no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

- Sin duda.

- Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia
con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus
ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿ no se expondría al
ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasto lo alto, se había estropeado los ojos,
y que ni siquiera valdría la pena intenar marchar hacia arriba? Y si

intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿ no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos
y matarlo?
- Seguramente.

- Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta elegoría a lo que anteriormente ha sido
dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz
del fuego que ha en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación
de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en
cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto;
en todo caso, lo que a mi me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con
dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las
cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en
el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario
tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
- Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

- Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no
estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo
arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.
- Muy natural.

- Tampoco sería estraño que , de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase
desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma
suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra
parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay
sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la
justicia en sí.
-De ninguna manera sería extraño.

- Pero si alguien tiene sentido común , recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos
de perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de la tiniebla a la luz; y
al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la
ve perturbada e
incapacitada de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es

que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor
ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el respalndor.Así, en un caso se felicitará de
lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiadará, y si se quiere reír de
ella, su risa será
menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende de la luz.

sábado, 18 de junio de 2011

viernes, 22 de abril de 2011

Edgar Allan Poe


El Corazón Delator



Edgar Allan Poe

¡Es verdad! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.

Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho mal. Él no me había insultado. De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso! Uno de sus ojos parecía como el de un buitre — un ojo azul pálido con una nube encima. Cada vez que caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.

Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí —¡con qué cuidado! — ¡con qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama. ¡Ja! ¿Habría sido un loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto abrí la linterna cuidadosamente — OH, tan cuidadosamente — cuidadosamente (ya que los goznes crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.

Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás — pero no. Su cuarto era tan como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola constantemente, constantemente.

Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"

Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.

En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de dolor o de pena — ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez." Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. Todo en vano, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir, aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un poco — una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría — ustedes no pueden imaginar qué tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión — todo un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto precisamente sobre el punto maldito.

¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.

Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo. Mientras tanto el compás infernal del corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! — ¿me entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche, en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se apoderó de mí — ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez — solamente una vez. En un instante lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Esto, sin embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como una piedra. Su ojo ya no me molestaría más.

Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cadáver. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.

Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano — ni siquiera el suyo — podría haber detectado algo fuera de lugar. No había nada para lavar — ninguna mancha de ningún tipo — ni un rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.

Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto —aún oscuro como a medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir con el corazón alegre, —porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades.

Sonreí, — ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El grito, dije, fue mío en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los invité a que buscaran —que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto, coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi comportamiento los había convencido. Yo estaba particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo — hasta que, en un momento, descubrí que el ruido NO estaba dentro de mis oídos.

Sin duda que ahora me puse muy pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin embargo el sonido aumentó — ¿y qué podía hacer? Era un sonido apagado, sordo, penetrante — muy parecido al que hace un reloj envuelto en algodón... Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos? Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿Qué podía yo hacer? ¡Lancé espuma — enloquecí — maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte — más fuerte — ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! — ¿nada, nada? ¡Ellos oían! — ¡ellos sospechaban! — ¡ellos SABÍAN! — ¡ellos se estaban burlando de mi horror! — esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! — y ahora —otra vez —¡escuchen! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡MÁS FUERTE! —

"¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! — ¡arranquen las tablas! — ¡aquí, aquí! — ¡es el latir de su horrible corazón!"

Edgar Allan Poe



El Cuervo

Edgar Allan Poe


Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,

meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral

y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,

como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.

“Es un visitante –me dije–, que está llamando al portal;

sólo eso y nada más.”

¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado Diciembre!

Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.

Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma

en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal

de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar

y aquí nadie nombrará.


Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas

me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal

que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:

“No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;

un tardío visitante esperando en mi portal.

Sólo eso y nada más”.

Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:

“Caballero –dije–, o señora, me tendréis que disculpar

pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido

y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal

que dudé de haberlo oído...”, y abrí de golpe el portal:

sólo sombras, nada más.

La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,

y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;

pero en este silencio atroz, superior a toda voz,

sólo se oyó la palabra “Leonor”, que yo me atreví a susurrar...

sí, susurré la palabra “Leonor” y un eco la volvió a nombrar.

Sólo eso y nada más.

Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos

pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.

“Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;

veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.

Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.

¡Es el viento y nada más!”.

Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,

agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.

Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,

con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,

en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;

fue, se posó y nada más.

Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,

en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.

“Ese penacho rapado –le dije–, no te impide ser

osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;

¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa

me sorprendió aunque el sentido fuera tan poco cabal,

pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido

ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.

Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal

que se llamara “Nunca más”.


Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,

como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.

No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna

hasta que al fin musité: “Vi a otros amigos volar;

por la mañana él también, cual mis anhelos, volará”.

Dijo entonces :”Nunca más”.

Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;

“Sin duda –dije–, repite lo que ha podido acopiar

del repertorio olvidado de algún amo desgraciado

que en su caída redujo sus canciones a un refrán:

“Nunca, nunca más”.

Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía

planté una silla mullida frente al ave y el portal;

y hundido en el terciopelo me afané con recelo

en descubrir que quería la funesta ave ancestral

al repetir: “Nunca más”.

Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra

al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;

eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada

sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.

¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,

y ya no usará nunca más!.

Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso

mecido por serafines de leve andar musical.

“¡Miserable! –me dije–. ¡Tu Dios estos ángeles dirige

hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!

¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!”.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

“¡Profeta! –grité–, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad

trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,

a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,

dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.


“¡Profeta! –grité–, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,

dile a este desventurado si en el Edén lejano

a Leonor , ahora entre ángeles, un día podré abrazar”.

Dijo el cuervo: “¡Nunca más!”.


“¡Diablo alado, no hables más!”, dije, dando un paso atrás;

¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!

¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje

quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!

¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,

en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;

y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,

cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;

y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,

no se alzará...¡nunca más!.

WILLIAM BLAKE





Leve mosca,

tu juego estival

mi incauta mano

barrió.

¿Mas acaso no soy

una mosca como tú?

¿O no eres tú

un hombre como yo?

Pues yo danzo

y bebo y canto

hasta que una ciega mano

barra mi flanco.

WILLIAM BLAKE

Songs of Experience

"The Fly," Stanzas 1