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viernes, 22 de abril de 2011

Edgar Allan Poe


El Corazón Delator



Edgar Allan Poe

¡Es verdad! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.

Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho mal. Él no me había insultado. De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso! Uno de sus ojos parecía como el de un buitre — un ojo azul pálido con una nube encima. Cada vez que caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.

Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí —¡con qué cuidado! — ¡con qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama. ¡Ja! ¿Habría sido un loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto abrí la linterna cuidadosamente — OH, tan cuidadosamente — cuidadosamente (ya que los goznes crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.

Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás — pero no. Su cuarto era tan como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola constantemente, constantemente.

Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"

Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.

En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de dolor o de pena — ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez." Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. Todo en vano, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir, aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un poco — una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría — ustedes no pueden imaginar qué tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión — todo un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto precisamente sobre el punto maldito.

¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.

Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo. Mientras tanto el compás infernal del corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! — ¿me entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche, en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se apoderó de mí — ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez — solamente una vez. En un instante lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Esto, sin embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como una piedra. Su ojo ya no me molestaría más.

Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cadáver. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.

Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano — ni siquiera el suyo — podría haber detectado algo fuera de lugar. No había nada para lavar — ninguna mancha de ningún tipo — ni un rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.

Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto —aún oscuro como a medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir con el corazón alegre, —porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades.

Sonreí, — ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El grito, dije, fue mío en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los invité a que buscaran —que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto, coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi comportamiento los había convencido. Yo estaba particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo — hasta que, en un momento, descubrí que el ruido NO estaba dentro de mis oídos.

Sin duda que ahora me puse muy pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin embargo el sonido aumentó — ¿y qué podía hacer? Era un sonido apagado, sordo, penetrante — muy parecido al que hace un reloj envuelto en algodón... Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos? Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿Qué podía yo hacer? ¡Lancé espuma — enloquecí — maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte — más fuerte — ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! — ¿nada, nada? ¡Ellos oían! — ¡ellos sospechaban! — ¡ellos SABÍAN! — ¡ellos se estaban burlando de mi horror! — esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! — y ahora —otra vez —¡escuchen! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡MÁS FUERTE! —

"¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! — ¡arranquen las tablas! — ¡aquí, aquí! — ¡es el latir de su horrible corazón!"

Edgar Allan Poe



El Cuervo

Edgar Allan Poe


Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,

meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral

y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,

como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.

“Es un visitante –me dije–, que está llamando al portal;

sólo eso y nada más.”

¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado Diciembre!

Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.

Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma

en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal

de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar

y aquí nadie nombrará.


Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas

me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal

que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:

“No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;

un tardío visitante esperando en mi portal.

Sólo eso y nada más”.

Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:

“Caballero –dije–, o señora, me tendréis que disculpar

pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido

y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal

que dudé de haberlo oído...”, y abrí de golpe el portal:

sólo sombras, nada más.

La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,

y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;

pero en este silencio atroz, superior a toda voz,

sólo se oyó la palabra “Leonor”, que yo me atreví a susurrar...

sí, susurré la palabra “Leonor” y un eco la volvió a nombrar.

Sólo eso y nada más.

Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos

pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.

“Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;

veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.

Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.

¡Es el viento y nada más!”.

Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,

agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.

Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,

con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,

en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;

fue, se posó y nada más.

Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,

en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.

“Ese penacho rapado –le dije–, no te impide ser

osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;

¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa

me sorprendió aunque el sentido fuera tan poco cabal,

pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido

ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.

Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal

que se llamara “Nunca más”.


Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,

como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.

No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna

hasta que al fin musité: “Vi a otros amigos volar;

por la mañana él también, cual mis anhelos, volará”.

Dijo entonces :”Nunca más”.

Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;

“Sin duda –dije–, repite lo que ha podido acopiar

del repertorio olvidado de algún amo desgraciado

que en su caída redujo sus canciones a un refrán:

“Nunca, nunca más”.

Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía

planté una silla mullida frente al ave y el portal;

y hundido en el terciopelo me afané con recelo

en descubrir que quería la funesta ave ancestral

al repetir: “Nunca más”.

Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra

al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;

eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada

sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.

¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,

y ya no usará nunca más!.

Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso

mecido por serafines de leve andar musical.

“¡Miserable! –me dije–. ¡Tu Dios estos ángeles dirige

hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!

¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!”.

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

“¡Profeta! –grité–, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad

trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,

a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,

dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.


“¡Profeta! –grité–, ser malvado, profeta eres, diablo alado!

Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,

dile a este desventurado si en el Edén lejano

a Leonor , ahora entre ángeles, un día podré abrazar”.

Dijo el cuervo: “¡Nunca más!”.


“¡Diablo alado, no hables más!”, dije, dando un paso atrás;

¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!

¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje

quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!

¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,

en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;

y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,

cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;

y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,

no se alzará...¡nunca más!.

WILLIAM BLAKE





Leve mosca,

tu juego estival

mi incauta mano

barrió.

¿Mas acaso no soy

una mosca como tú?

¿O no eres tú

un hombre como yo?

Pues yo danzo

y bebo y canto

hasta que una ciega mano

barra mi flanco.

WILLIAM BLAKE

Songs of Experience

"The Fly," Stanzas 1

lunes, 11 de abril de 2011

José de Espronceda







Cancion del Pirata



José de Espronceda


Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá; muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí; tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pechos mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá; en su propio navío
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.





Tierra Santa y su version del poema de José de Espronceda






sábado, 2 de abril de 2011

Émile Zola


Angéline o la casa encantada

Émile Zola

Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba. Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo a una curiosidad mezclada de angustia y malestar.

La casa debía llevar deshabitada treinta o tal vez cuarenta años. Los ladrillos de las cornisas y de los bordes estaban desunidos, invadidos por el musgo y los líquenes. Numerosas grietas cruzaban la fachada, semejantes a arrugas precoces, surcando el edificio aún sólido, pero del que nadie se ocupaba ya en absoluto. Abajo, los peldaños de la escalinata, hendidos por las heladas, invadidos por ortigas y zarzas, se asemejaban al umbral de la desolación y de la muerte. Y, sobre todo, la horrible tristeza que provenía de las ventanas sin cortinas, desnudas y glaucas, de las que los chiquillos habían roto los cristales a pedradas, permitiendo ver todas el lúgubre vacío de las habitaciones, como ojos apagados que han permanecido abiertos en un cuerpo sin alma. Luego, a su alrededor, el amplio jardín era una absoluta devastación, el antiguo parterre apenas visible bajo las crecidas hierbas silvestres, los paseos desaparecidos, comidos por las plantas voraces, los bosquecillos convertidos en selvas vírgenes, una vegetación salvaje de cementerio abandonado en la sombra húmeda de los grandes árboles seculares en los que, aquel día, el viento otoñal, lanzando su triste queja, se llevaba las últimas hojas.

Durante largo rato permanecí allí, en medio de aquel lamento desesperado que brotaba de las cosas, con el corazón turbado por un miedo sordo, por una tristeza que aumentaba, retenido no obstante por una ardiente compasión, una necesidad de saber y de simpatizar con todo lo que sentía de miseria y de dolor a mi alrededor. Y, cuando me decidí a salir, vi al otro lado del camino, en el cruce de dos caminos, una especie de posada, una casucha en la que se ofrecía bebida, entré decidido a hacer hablar a la gente del lugar.

No había allí sino una anciana que me sirvió una caña de cerveza, quejándose. Se lamentaba de estar situada en aquel camino alejado, por el que no pasaban ni dos ciclistas al día. Hablaba sin parar, contaba su historia, decía que se llamaba señora Toussaint, que había venido de Vernon con su hombre para hacerse cargo de aquella posada, que al principio las cosas no habían marchado mal, pero que todo iba de mal en peor desde que se había quedado viuda. Y, después de su raudal de palabras, cuando empecé a interrogarla acerca de la propiedad vecina, se puso circunspecta de repente, mirándome con expresión desconfiada, como si yo quisiera arrancarle temibles secretos.

-¡Ah! sí, la Sauvagière, la casa encantada, como dicen por la comarca... Yo no sé nada, señor. No es de mi época, sólo hará treinta años en Pascua que vivo aquí, y esas cosas se remontan a cuarenta años. Cuando nosotros llegamos aquí, la casa ya se encontraba más o menos en el estado en que la ve... Los veranos pasan, los inviernos pasan y nada se mueve, salvo las piedras que caen.

-Pero, en fin -pregunté yo- ¿por qué no la venden, puesto que está en venta?

-¡Ah! ¿por qué? ¿por qué? ¡Qué sé yo!... se dicen tantas cosas.

Sin duda, terminé por inspirarle confianza. Además, era evidente que estaba deseando repetirme las cosas que se decían. Para empezar, me contó que ninguna de las chicas del pueblo vecino se habría atrevido a entrar en la Sauvagière, después del anochecer, porque corría el rumor de que un alma en pena se aparecía allí por la noche. Y, como yo me extrañara de que, estando tan cerca de París, una historia semejante pudiera aún encontrar algún crédito, se encogió de hombros, quiso en un primer momento hacerse la fuerte, pero terminó por manifestar su terror inconfeso.

-Hay sin embargo hechos, señor. ¿Por qué no la venden? Yo he visto venir compradores y todos se marcharon más rápido que llegaron; a ninguno de ellos lo hemos visto reaparecer por aquí. ¡Y bien!, lo que es cierto es que, desde el momento en que algún visitante se atreve a entrar en la casa, pasan cosas extraordinarias: las puertas se mueven, se cierran solas con gran estrépito, como si soplara un viento terrible; del sótano suben gritos, gemidos, sollozos; y si se obcecan, una voz desgarradora lanza un grito prolongado: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!» con una llamada tan dolorosa, que a uno se le quedan helados los huesos... Le repito que esto está probado, nadie le dirá lo contrario.

Reconozco que empezaba a apasionarme por el tema, aunque fuera presa de un pequeño escalofrío bajo la piel.

-Y esa Angéline, ¿quién es, pues?

-¡Ah!, señor, sería necesario contárselo todo, y una vez más, yo no sé nada.

Sin embargo, terminó por decírmelo todo. Hacía cuarenta años, hacia 1858, en el momento en el que el Segundo Imperio triunfante era una fiesta permanente, M. de G..., que ocupaba un puesto en las Tullerías, perdió a su esposa, de la que tenía una niña, de unos diez años, Angéline, un milagro de belleza, vivo retrato de su madre. Dos años más tarde, M. de G... se había vuelto a casar con otra belleza célebre, viuda de un general. Y aseguraban que, desde esa segunda boda, unos atroces celos habían surgido entre Angéline y su madrastra, la una herida en el corazón al ver a su madre ya olvidada, reemplazada tan pronto en el hogar por aquella extraña; la otra, obsesionada, enloquecida por tener siempre ante ella aquel vivo retrato de la mujer que temía no poder hacer olvidar. La Sauvagière pertenecía a la nueva señora de G..., y allí, una noche, viendo que el padre besaba apasionadamente a la hija, en su demencia celosa, habría golpeado a la niña de tal manera, que la pobre pequeña habría caído muerta, con la nuca fracturada. Luego, lo demás era horroroso: el padre fuera de sí aceptaba enterrar él mismo a su hija en el sótano de la casa para salvar a la asesina; el cuerpecito permanecía allí enterrado mientras afirmaban que la chiquilla se encontraba en casa de una tía; los aullidos de un perro, que se empeñaba en arañar el suelo, hizo que finalmente se descubriera el crimen, del que las Tullerías se apresuraron a ahogar el escándalo. En la actualidad, el señor y la señora de G... estaban muertos, pero Angéline volvía aún cada noche, al oír una voz lastimera que la llamaba, desde el más allá misterioso de las tinieblas.

-Nadie me desmentirá -concluyó la señora Toussaint-. Todo esto es tan cierto como que dos y dos son cuatro.

Yo la había escuchado, despavorido, sorprendido por las inverosimilitudes, pero, conquistado, no obstante por la rareza violenta y sombría del drama. Aquel señor de G..., yo había oído hablar de él y creía saber efectivamente que se había vuelto a casar y que un dolor familiar había ensombrecido su vida. ¿Era, pues, cierto? ¡Qué historia trágica y enternecedora, todas las pasiones humanas removidas, exasperadas hasta la demencia, el crimen pasional más terrorífico que pudiera verse, una chiquilla bella como el día, adorada, asesinada por su madrastra y enterrada por su padre en un rincón del sótano! Era demasiado hermoso de emoción y de horror. Yo iba a seguir preguntando, discutiendo, luego me dije «¿Para qué?». ¿Por qué no llevarme, en su flor de imaginación popular, aquel cuento horroroso?

Cuando volvía a montar en bicicleta, eché una última ojeada a la Sauvagière. La noche descendía, la casa miserable me miraba desde sus ventanas vacías y oscuras, semejantes a ojos de muerta, mientras que el viento otoñal gemía entre los viejos árboles.

II

¿Por qué se clavó esta historia en mi cráneo, hasta convertirse en una obsesión, en un verdadero tormento? Ése es uno de los problemas intelectuales difíciles de resolver. De nada servía decirme a mí mismo que leyendas semejantes corren por la campiña, que ésta, en suma, no presentaba ningún interés directo para mí. A pesar de todo, la niña muerta me obsesionaba, aquella Angéline deliciosa y trágica, que una voz lastimera llamaba cada noche desde hacía cuarenta años, a través de las habitaciones vacías de la casa abandonada. Y durante los dos primeros meses del invierno, hice averiguaciones. Evidentemente, por poco que una desaparición semejante, una aventura hasta ese punto trágica, hubiera salido al exterior, los periódicos del momento debían haber hablado de ella. Examiné las colecciones de la Biblioteca Nacional, sin descubrir nada, ni una línea que se pareciera a semejante historia. Luego, interrogué a los coetáneos, a personas de las Tullerías: ninguna pudo contestarme con exactitud, sólo obtuve informaciones contradictorias, hasta el punto de que había abandonado toda esperanza de llegar a la verdad, sin dejar de sentirme presa del tormento del misterio, cuando una casualidad me puso una mañana sobre una nueva pista.

Iba, cada dos o tres semanas, a hacerle una visita de buena confraternidad, de ternura y de admiración, al viejo poeta V... que falleció el pasado abril, cerca de los setenta años. Desde hacía ya muchos años, una parálisis en las piernas lo tenía clavado en un sillón en su pequeño gabinete de trabajo de la calle de Assas, cuya ventana daba al jardín del Luxemburgo. Acababa allí dulcemente una vida de ensueño, sin haber vivido más que de imaginación, habiéndose construido el ideal palacio en el que, lejos de lo real, había amado y sufrido. ¿Quién de nosotros no recuerda su fino rostro amable, sus cabellos blancos de bucles infantiles, sus pálidos ojos azules que habían conservado la inocencia de la juventud? No podría decirse que mintiera siempre, pero lo cierto es que inventaba sin cesar, de tal manera que no se sabía nunca con exactitud dónde acababa para él la realidad y dónde empezaba el sueño. Era un anciano encantador, desde hacía mucho tiempo fuera de la vida, cuya conversación me conmovía frecuentemente como una revelación discreta y vaga de lo desconocido.

Aquel día, charlaba pues con él cerca de la ventana, en la estrecha habitación, que calentaba siempre un fuego intenso. Fuera, la helada era terrible, y el jardín del Luxemburgo se extendía blanco de nieve presentando a la vista un vasto horizonte de candor inmaculado. Y no sé cómo llegué a hablarle de la Sauvagière, de aquella historia que me preocupaba aún: el padre casado de nuevo, la madrastra celosa de la niña vivo retrato de su madre, luego su sepultura al fondo del sótano. Me había escuchado con la tranquila sonrisa que conservaba incluso en la tristeza. Se había hecho silencio, su pálida mirada azul se perdía a lo lejos, en la inmensidad blanca del Luxemburgo, mientras que una sombra de sueño, emanaba de él y parecía envolverlo con un ligero escalofrío.

-Conocí mucho al señor de G... -dijo lentamente-. Conocí a su primera esposa, de una belleza sobrehumana; conocí a la segunda, no menos prodigiosamente bella; e incluso las amé apasionadamente a las dos, sin decirlo jamás. Conocía también a Angéline, que era aún más bella, y que todos los hombres habrían adorado de rodillas... Pero las cosas no ocurrieron exactamente como usted dice.

Fue para mí una gran emoción. ¿Era la verdad inesperada de la que ya desesperaba? ¿Iba a saberlo todo? En un primer momento no desconfié y le dije:

-¡Ah! amigo mío, ¡qué favor me hace! Por fin mi pobre cabeza va a poder calmarse. Hable rápido, cuéntemelo todo.

Pero él no me escuchaba, su mirada permanecía perdida en la lejanía. Luego habló con voz de ensueño, como si hubiera ido creando los seres y las cosas a medida que los evocaba.

-Angéline era, a los doce años, un alma en la que todo el amor de la mujer había florecido ya, con sus arrebatos de alegría y de dolor. Fue ella quien cayó perdidamente celosa de la nueva esposa, que veía cada día del brazo de su padre. Sufría como si se tratara de una horrible traición, pero no era sólo a su madre a la que la nueva pareja insultaba, era a ella misma a la que torturaba y le desgarraba el corazón. Cada noche, oía a su madre que la llamaba desde la tumba; y una noche en que sufría demasiado y moría de exceso de amor, para unirse con ella, la chiquilla de doce años se clavó un cuchillo en el corazón.

Yo lancé un grito: «¡Dios santo! ¿es posible?»

-¡Qué espanto y qué horror -prosiguió sin oírme- cuando al día siguiente, el señor y la señora G... encontraron a Angéline en su pequeña cama con aquel cuchillo clavado hasta el mango, en pleno pecho! Estaban en la víspera de marcharse a Italia, y no había allí más que la anciana doncella que había criado a la niña. Ante el terror de que pudieran acusarles de un crimen, ayudados por la doncella, enterraron efectivamente el pequeño cuerpo, pero en un rincón del invernadero que hay detrás de la casa, al pie de un naranjo gigante. Y allí lo encontraron el día en que, muertos ya los padres, la anciana criada contó la historia.

Me habían surgido dudas, lo miraba, presa de inquietud, preguntándome si no se lo estaba inventando.

-Pero -le pregunté- ¿cree pues también que Angéline pueda volver cada noche al escuchar el grito desgarrador de la voz misteriosa que la llama?

Esta vez me miró y volvió a sonreír con aire indulgente.

-¿Volver? ¡oh, amigo mío! todo el mundo vuelve. ¿Por qué no quiere que el alma de la querida pequeña muerta habite aún en los lugares en los que amó y sufrió? Si se oye una voz que la llama, es que la vida no ha vuelto a comenzar aún para ella, pero recomenzará, esté seguro de ello, puesto que todo recomienza, nada se pierde, ni al amor ni la belleza... ¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline! y ella renacerá en el sol y en las flores.

Definitivamente, ni la convicción ni la calma se establecían en mí. Mi viejo amigo V..., el poeta niño, no me había aportado sino más confusión. Sin duda se lo estaba inventando. No obstante, como todos los videntes, tal vez adivinaba.

-¿Es de verdad, todo lo que me está contando? -me atreví a preguntarle riendo.

Él se animó a su vez:

-Por supuesto que es cierto. ¿Es que todo lo infinito no es verdad?

Aquella fue la última vez que lo vi, pues tuve que ausentarme de París, un tiempo después. Aún puedo verlo con su mirada soñadora perdida sobre las sábanas blancas del Luxemburgo, tan tranquilo en la certidumbre de su sueño sin fin, mientras que a mí me devoraba la necesidad de establecer para siempre la verdad huidiza.

III

Trascurrieron dieciocho meses. Yo me había visto obligado a viajar; grandes preocupaciones y grandes alegrías habían apasionado mi vida, en mitad de la tempestad que nos lleva a todos hacia lo desconocido. Pero, siempre, a determinadas horas, oía venir desde lejos y entrar en mí el desolado grito: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!». Y permanecía temblando, dominado de nuevo por la duda, torturado por el deseo de saber. No podía olvidar, no existía para mí más infierno que la incertidumbre.

No puedo decir cómo, una admirable velada de junio, me volví a encontrar en bicicleta por el camino apartado de la Sauvagière. ¿Había deseado formalmente volver a verla? ¿Era un simple instinto el que me hacía abandonar la carretera y dirigirme hacia aquel lugar? Eran casi las ocho; pero el cielo, en los días más largos del año, irradiaba aún con un ocaso del astro triunfal, sin una sola nube, todo un infinito de oro y azur. Y ¡qué aire ligero y delicioso, qué buen olor de árboles y hierbas, qué tierna alegría en la paz inmensa de los campos!

Como la primera vez, ante la Sauvagière, el estupor me hizo saltar de la máquina. Dudé un instante, no era la misma propiedad. Una bella reja nueva brillaba bajo el sol poniente, se habían levantado de nuevo los muros de la tapia y la casa, que apenas veía entre los árboles, parecía haber retomado una alegría risueña de juventud. ¿Era pues la resurrección anunciada? ¿Angéline había vuelto a la vida gracias a las llamadas de la voz lejana? Había permanecido en la carretera, impresionado, mirando, cuando unos pasos lentos, cerca de mí, me sobresaltaron. Era la señora Toussaint que traía su vaca de un campo de alfalfa próximo.

-¿No tienen miedo pues éstos? -le dije, señalando la casa con un gesto.

Me reconoció y detuvo el animal.

-¡Ah señor! hay gente que marcharía sobre el buen Dios. Hace ya más de un año que la propiedad fue comprada. Pero es un pintor el que lo hizo, el pintor B..., y ya se sabe, los artistas son capaces de todo.

Luego se fue con el animal añadiendo con un cabeceo:

-En fin, ya veremos en qué queda esto.

¡El pintor B..., el delicado e ingenioso artista que había pintado a tantas amables parisinas! Yo lo conocía un poco, intercambiábamos apretones de manos en los teatros, en las salas de exposiciones, en los lugares en los que nos encontrábamos. Y, de repente, un deseo irresistible de entrar, de confesarme a él, de suplicarle que me dijera lo que sabía de cierto sobre esta Sauvagière, cuyo aspecto desconocido me obsesionaba. Y, sin reflexionar, sin reparar en mi polvoriento atuendo de ciclista, que la costumbre empieza a tolerar por otra parte, empujé mi bicicleta hasta el tronco mohoso de un viejo árbol. Al escuchar el sonido claro del timbre cuyo resorte se movía en la reja, un criado acudió al que le entregué mi tarjeta de visita, y que me dejó por un instante en el jardín.

Mi sorpresa aumentó aún más cuando lancé una mirada a mi alrededor. Habían reparado la fachada, ya no se veían las grietas ni los ladrillos separados; la escalinata, adornada con rosas, se había convertido en un umbral de feliz bienvenida; y las animadas ventanas reían ahora, comunicaban la alegría existente en el interior, detrás de la blancura de sus cortinas. Y además, el jardín había sido limpiado de ortigas y zarzas, el parterre volvía a ser visible como un gran ramo oloroso, los viejos árboles parecían rejuvenecidos en su paz secular por la lluvia dorada de un sol primaveral.

Cuando el criado reapareció, me introdujo en un salón comentándome que el señor había ido al pueblo vecino, pero que no tardaría en regresar. Lo habría esperado durante horas; me entretuve examinando la habitación en la que me hallaba, instalada lujosamente con mullidas alfombras, cortinas y guardapuertas de cretona, conjuntadas con el amplio diván y los grandes sillones. Aquellos cortinajes eran tan grandes que me sorprendió entrar en un espacio tan oscuro. Luego la oscuridad se hizo completa. No sé cuanto tiempo tuve que permanecer allí, se habían olvidado de mí, sin traer siquiera una lámpara. Sentado en la oscuridad, me había puesto a revivir toda la historia trágica, abandonándome a la ensoñación. ¿Angéline había sido asesinada? ¿Se había clavado ella misma un cuchillo en mitad del corazón? Y, confieso que, en esta casa encantada, ahora a oscuras, el miedo se adueñó de mí, un miedo que sólo fue un ligero malestar, un pequeño escalofrío a flor de piel, pero que más tarde se exasperó, me heló por completo en una locura de pánico.

Al principio me pareció que unos ruidos vagos erraban por algún lado. Era sin duda en las profundidades del sótano, quejas sordas, sollozos reprimidos, pesados pasos de fantasma. Luego, aquello subió, se acercó y toda la casa oscura me pareció llenarse de angustia horrorosa. Y, de repente, se oyó la terrible llamada: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!» con tal fuerza creciente, que creí sentir pasar sobre mi cara un soplo frío. Una puerta del salón se abrió violentamente. Angéline entró, cruzó la habitación sin verme. La reconocí en medio de la ráfaga de luz que había entrado con ella desde el vestíbulo iluminado. Era la pequeña muerta de doce años, de una belleza milagrosa, con sus admirables cabellos rubios sobre los hombros, vestida de blanco, blanqueada por la tierra de la que volvía cada noche. Pasó muda, desatinada, desapareció por otra puerta, mientras que, de nuevo, el grito se repetía más lejano: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!». Y yo permanecí de pie, con la frente cubierta de sudor, en un estado de pavor que erizaba todo el vello de mi cuerpo, bajo aquel viento de terror procedente del misterio.

Casi inmediatamente, creo, en el momento en el que el criado traía por fin una lámpara, tuve consciencia de que el pintor B... estaba allí y me daba la mano, excusándose por haberme hecho esperar tanto rato. No tuve falso amor propio, le conté lo que me había sucedido, aún nervioso. Y ¡con qué sorpresa me escuchó en un primer momento y con qué buenas risas se apresuró a tranquilizarme después!

-Usted ignora sin duda, amigo mío, que yo soy primo de la segunda señora de G... ¡Pobre mujer! ¡acusarla del asesinato de aquella chiquilla que amó y que lloró tanto como el padre! Pues la única cosa cierta es que, efectivamente, la niña murió aquí, pero no por su propia mano ¡Dios Santo!, sino de una fiebre repentina, como un rayo, por lo que los padres le tomaron pavor a esta casa, y no quisieron volver a ella jamás. Eso explica que permaneciera deshabitada mientras ellos vivían. Después de su muerte, hubo interminables procesos que impidieron su venta. Yo la quería, la aceché durante años, y le aseguro que no hemos visto nunca ningún aparecido.

El pequeño escalofrío me volvió, y comenté:

-Pero, yo acabo de ver ahí, hace un instante a Angéline... La terrible voz la llamaba, y ha pasado por ahí, ha cruzado esta habitación.

Él me miraba sorprendido, creyendo que yo estaba perdiendo la razón. Pero de repente, soltó una sonora carcajada de hombre feliz.

-Es mi hija la que acaba de ver. Tuvo por padrino al señor de G... que, por devoción al recuerdo, le puso ese nombre; y si su madre la ha llamado, habrá pasado por aquí. -Él mismo abrió la puerta y llamó de nuevo: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!».

La niña regresó, pero viva y vibrante de alegría. Era ella, con su vestido blanco, sus admirables cabellos rubios sobre los hombros, y tan bella, tan radiante de esperanza, que era como una primavera que lleva en capullo la promesa del amor, la prolongada felicidad de una existencia. ¡Ah! ¡la querida aparecida, la niña nueva que renacía de la niña muerta! La muerte había sido vencida. Mi viejo amigo, el poeta V..., no mentía, nada se pierde, todo recomienza, la belleza como el amor. La voz de las madres llama a las niñas de hoy, a las enamoradas de mañana y reviven bajo el sol, entre las flores. Era de ese despertar de la niña de lo que la casa se encontraba encantada, la casa que había vuelto a ser joven y feliz, en la alegría reencontrada de la eterna vida.

FIN

Émile Zola


El ayuno

Émile Zola

I

Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles. Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia. La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción. A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba: -Ha llegado la hora, hermanos y hermanas, en la que todos, como Jesucristo, debemos coger nuestra cruz, coronarnos de espinas, subir a nuestro calvario, con los pies descalzos sobre las rocas y entre las zarzas. La pequeña baronesa encontró sin duda la frase blandamente redondeada porque parpadeó suavemente como halagada en el corazón. Luego, como la sinfonía del vicario la mecía, mientras continuó escuchando los compases melódicos se dejó llevar hasta una semiensoñación repleta de íntima voluptuosidad. Frente a ella veía una de las largas ventanas del coro, gris de bruma. La lluvia no debía haber cesado. La querida joven había venido al sermón con un tiempo atroz. Pero hay que sacrificarse un poco cuando se tiene religión. Su cochero había recibido un horrible chaparrón, y ella misma, al saltar al pavimento, se había mojado ligeramente la punta de los pies. Su coche, afortunadamente, era excelente, bien cerrado y acolchado como una alcoba. ¡Pero era tan triste ver, a través de los cristales húmedos, una fila de paraguas apresurados correr sobre cada acerado! Pensaba que, si hubiera hecho buen tiempo, habría podido venir en victoria. Habría sido mucho más divertido. En el fondo, su gran temor era que el vicario despachara demasiado rápidamente su sermón. De ser así, tendría que esperar su coche, porque desde luego no aceptaría pisar charcos con semejante tiempo. Y calculaba que, al ritmo que llevaba, el vicario no tendría voz para dos horas; su cochero llegaría demasiado tarde. Esta ansiedad le echaba a perder un poco sus devotas alegrías.

III

El vicario, con cóleras bruscas que le hacían erguirse con el pelo sacudido y los puños hacia delante como un hombre atormentado por un espíritu vengador, rugía:
-Y sobre todo ¡ay de vosotras! si no derramáis sobre los pies de Jesús el perfume de vuestros remordimientos, el óleo perfumado de vuestros arrepentimientos. Creedme, temblad y caed de rodillas al suelo. Es viniendo a encerraros en el purgatorio de la penitencia abierto por la Iglesia durante estos días de contrición universal; es desgastando las losas bajo vuestras frentes empalidecidas por el ayuno; descendiendo a las angustias del hambre y del frío, del silencio y de la noche, como mereceréis el perdón divino en el día fulgurante del triunfo. La pequeña baronesa, distraída de su preocupación por aquel terrible estrépito, movió lentamente la cabeza como si estuviera totalmente de acuerdo con el irritado sacerdote. Había que coger unos azotes, meterse en un rincón muy oscuro, muy húmedo, muy glacial y darse allí unas disciplinas; de eso no le cabía la menor duda. Luego volvió a sumirse en su ensimismamiento; se perdió al fondo de un bienestar, de un éxtasis enternecido. Estaba confortablemente sentada en una silla baja de ancho respaldo y tenía bajo sus pies un cojín bordado que le impedía sentir el frío del pavimento. Medio recostada, gozaba de la iglesia, de aquel bajel donde flotaban vapores de incienso, donde las profundidades, llenas de sombras misteriosas, se poblaban de adorables visiones. La nave, con sus colgaduras de terciopelo rojo, sus ornamentos de oro y mármol, con su aspecto de inmenso gabinete femenino lleno de perfumes turbadores, iluminada por la suave luz de las lamparillas, cerrada y como lista para amores sobrehumanos, la había envuelto poco a poco con el encanto de sus pompas. Era la fiesta de los sentidos. Su linda persona rellenita se abandonaba, halagada, mecida, acariciada. Y su voluptuosidad se sentía muy pequeña en medio de tan amplia beatitud. Pero, pese a sí misma, lo que la lisonjeaba aún más deliciosamente, era el aliento tibio de la boca de calor abierta casi bajo su falda. Era muy friolera, la pequeña baronesa. La salida de calor lanzaba discretamente sus cálidas caricias a lo largo de sus medias de seda. Un cierto adormecimiento se adueñaba de ella en aquel baño de muelle ligereza.

IV

El vicario seguía en plena ira. Y lanzaba a todas las devotas presentes al aceite hirviendo del infierno. -Si no escucháis la voz de Dios, si no escucháis mi voz que es la del mismo Dios, en verdad os digo que un día oiréis vuestros huesos crujir de angustia, sentiréis vuestra carne derretirse sobre carbones ardientes, y entonces gritaréis en vano: «¡Piedad, Señor, piedad, me arrepiento!», porque Dios no tendrá misericordia y con el pie os arrojará al abismo. Al escuchar estas últimas palabras un escalofrío recorrió el auditorio. La pequeña baronesa a la que adormecía claramente el aire cálido que corría por su falda, sonrió vagamente. La pequeña baronesa conocía bastante al vicario. La víspera él había cenado en su casa. Adoraba el paté de salmón trufado y el borgoña era su vino favorito. Era, sin duda, un hombre apuesto, entre treinta y cinco y cuarenta años, moreno, con la cara tan redonda y rosada que aquel rostro de sacerdote se habría confundido fácilmente con la cara solazada de una moza de alquería. Además de eso, un hombre de mundo, buen comensal, buen conversador. Las mujeres lo adoraban, la pequeña baronesa bebía los vientos por él. Él le decía con una voz adorablemente dulce: «¡Ah!, señora, con semejante atuendo condenaría usted a un santo!» Pero él, el querido padre, no se condenaba. Corría a repetirle a la condesa, a la marquesa, a sus otras penitentes la misma galantería, lo que le convertía en el niño mimado de todas aquellas damas. Cuando iba a cenar a casa de la pequeña baronesa los jueves, lo cuidaba como a una querida criatura a la que la menor corriente de aire podría resfriar y a la que un mal bocado le produciría indefectiblemente una indigestión. En el salón, su sillón estaba en el rincón de la chimenea; en la mesa, el personal de servicio tenía orden de velar particularmente por su plato, de servirle a él sólo cierto borgoña de doce años, que él bebía cerrando los ojos con fervor como si estuviera comulgando. ¡El vicario era tan bueno, tan bueno! Mientras que en lo alto del púlpito hablaba de huesos que crujen y de miembros que se asan, la pequeña baronesa en el estado de duermevela en el que se encontraba, lo veía a su mesa, limpiándose beatíficamente los labios, y diciéndole: «He aquí, mi querida señora, una sopa de marisco que le haría hallar gracia ante Dios Padre, si su belleza no bastara ya para garantizarle el paraíso».

V

Cuando acabó con la ira y las amenazas, el vicario se puso a sollozar. Ésa era, normalmente, su táctica. Casi de rodillas en el púlpito, no mostrando nada más que los hombros y luego, de golpe, incorporándose, doblándose como abatido por el dolor, se secaba los ojos con gran crujido de muselina almidonada, lanzaba los brazos al aire, a la derecha, a la izquierda, adoptando poses de pelícano herido. Era la conclusión, el final, el fragmento a gran orquesta, la escena movida del desenlace. -Llorad, llorad -llorisqueaba con voz expirante- llorad por vosotros, llorad por mí, llorad por Dios… La pequeña baronesa dormía por completo con los ojos abiertos. El calor, el incienso, la oscuridad que iba incrementándose, la habían adormecido. Se había acurrucado, se había encerrado en las voluptuosas sensaciones que experimentaba y, disimuladamente, soñaba con cosas muy agradables. A su lado, en la capilla de los Santos Ángeles, había un gran fresco que representaba a un grupo de guapos jóvenes, medio desnudos, con alas a la espalda. Sonreían con sonrisa de amantes felices, mientras que sus actitudes inclinadas, arrodilladas, parecían adorar a alguna pequeña baronesa invisible. ¡Qué guapos muchachos, qué labios tan tiernos, qué piel de satén, qué brazos musculosos! Lo peor era que uno de ellos se parecía totalmente al joven duque de P…, uno de los buenos amigos de la pequeña baronesa. En su sopor se preguntaba si el duque estaría bien desnudo y con alas en la espalda. Y, por momentos, se imaginaba que el gran querubín rosado llevaba el traje negro del duque. Luego el sueño se afirmó: era verdaderamente el duque con ropa escasa el que le enviaba besos desde el fondo oscuro.

VI

Cuando la pequeña baronesa se despertó, oyó al vicario pronunciar la frase sacramental: «Les deseo la gracia». Permaneció un instante confusa; creyó que el vicario le deseaba los besos del joven duque.
Se produjo un gran ruido de sillas. Todo el mundo se fue; la pequeña baronesa había adivinado: su cochero no estaba aún al pie de la escalinata. Aquel diablo de vicario había despachado su sermón robándole a sus penitentes al menos veinte minutos de elocuencia. Y, cuando la pequeña baronesa se impacientaba en una nave lateral, se encontró con el vicario que salía precipitadamente de la sacristía. Miraba la hora en su reloj, tenía el aspecto apresurado del hombre que no quiere llegar tarde a una cita. -¡Ah!, ¡qué retrasado voy!, querida señora -dijo. Me están esperando en casa de la condesa. Hay un concierto espiritual seguido de una pequeña colación.

FIN

Noveaux contes à Ninon, 1874

Guy de Maupassant


La noche


Guy de Maupassant

Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.

El caso es que ayer -¿fue ayer?- Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.

En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.

Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.

Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.

Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.

Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.

¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.

Por primera vez sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.

Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.

Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.

Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château-d'Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:

-¿Amigo, qué hora es?

-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.

Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...

«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré vida».

Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.

Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.

Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.

«¿Dónde estaban los agentes de policía?", me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.

Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.

Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»

Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.

¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.

Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.

Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.

Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.

Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?

Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la hora?

Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.

Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.

¿Corría aún el Sena?

Quise saberlo, encontré la escalera, bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos escalones más... luego la arena... el fango... y el agua... hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría... casi helada... casi detenida... casi muerta.

Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.

FIN